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Con Narváez, las cuentas cierran

Cuando se retire el “Huracán”, se lo va a extrañar. Es un fenómeno difícil de repetir.
El argentino Omar Narváez alcanzó las 30 peleas por el título mundial. Notable.
 Si Omar Narváez decidiera retirarse del boxeo mañana mismo tendría poco o nada que reprocharse y lo más justo sería acompañarlo en esa valoración positiva, muy por encima de las deudas tantas veces consignadas: la de la ausencia de grandes nombres en su foja, algún japonés de los buenos, algún mexicano temible, etcétera.

 Ya es demasiado tarde para lágrimas: con 38 años sobre el lomo y una fallida incursión por los Estados Unidos (ante Nonito Donaire por el título Gallo) es imposible torcer el rumbo, desandar lo andado y buscar las marquesinas faltantes y las noches épicas faltantes. 

 Pero reponer esas grietas, hijas un poco de las circunstancias y otro poco hijas de cierto confort buscado por los manejadores de Narváez y acaso por el propio Narváez, no debería convertirse en el elemento central, mucho menos en el único, capaz de pintar los grandes trazos de una carrera brillante. 

 Dicho de otro modo, una cosa es negarse a omitir un indicador negativo y otra cosa es incurrir en la ligereza o en la franca injusticia. Narváez no es ni un invento ni un mediocre con buena suerte ni un boxeador sobredimensionado.

 Narváez es un gran boxeador, de los muy buenos y de los mejores que ha dado el boxeo argentino en toda su historia y desde el punto de vista estrictamente defensivo alguien capaz de ocupar la primera fila detrás del majestuoso e irrepetible Nicolino Locche. 
Hablamos de quien hace pocas horas brindó una acabada expresión de destrezas químicamente puras, una refinada amalgama de piernas, cintura, vista y discernimiento, y todo eso ante un adversario diez años más joven, de mayor alcance y más potente, o en los papeles más potente, que hacía un año, en el Luna Park, lo había puesto en serias dificultades. 
Y más: no eran pocos los especialistas que deducían que esta vez sí, el azteca Felipe Orucuta se encargaría de establecer su límite y su tobogán. 

 Sin embargo, no. Narváez ganó por un campo, dio una clínica de boxeo de escuela, de boxeo de academia, y bajó del ring con el renovado honor de jamás haber sido derrotado por un peso mosca o un peso supermosca. 

 Por todo eso, más allá de los números, más allá de la asombrosa acumulación de peleas por el título, más allá de lo que su travesía no ha tenido y ya no tendrá, lo que hace tantos años ofrece Narváez es tan excepcional y luminoso que amén de ser admirado invita al anticipado arrebato nostálgico: cuando se retire se lo extrañará, lo extrañaremos, no todos los días nacen boxeadores de su porte ni en la Argentina ni en ningún otro rincón del planeta

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